21.11.16

Luis Cernuda (A família)





LA FAMILIA



¿Recuerdas tú, recuerdas aun la escena
A que día tras día asististe paciente
En la niñez, remota como sueño de alba?
El silencio pesado, las cortinas caídas,
El círculo de luz sobre el mantel, solemne
Como paño de altar, y alrededor sentado
Aquel concilio familiar, que tantos ya cantaron,
Bien que tú, de entraña dura, aún no lo has hecho.

Era a la cabecera el padre adusto,
La madre caprichosa estaba en frente,
Con la hermana mayor imposible y desdichada,
y la menor más dulce, quizá no más dichosa,
El hogar contigo mismo componiendo,
La casa familiar, el nido de los hombres,
Inconsistente y rígido, tal vidrio
Que todos quiebran, pero nadie dobla.

Presidían mudos, graves, la penumbra,
Ojos que no miraban los ojos de los otros,
Mientras sus manos pálidas alzaban como hostia
Un pedazo de pan, un fruto, una copa con agua,
y aunque entonces vivían en ellos presentiste,
Tras la carne vestida, el doliente fantasma
Que al rezo de los otros nunca calma
La amargura de haber vivido inútilmente.

Suya no fue la culpa si te hicieron
En un rato de olvido indiferente,
Repitiendo tan sólo un gesto trasmitido
Por otros y copiado sin una urgencia propia,
Cuya intención y alcance no pensaban.
Tampoco fue tu culpa si no les comprendiste:
Al menos has tenido la fuerza de ser franco
Para con ellos y contigo mismo.

Se propusieron, como los hombres todos, lo durable,
Lo que les aprovecha, aunque en torno miren
Que nada dura en ellos ni aprovecha,
Que nada es suyo, ni ese trago de agua
Refrescando sus fauces en verano,
Ni la llama que templa sus manos en invierno,
Ni el cuerpo que penetran con deseo
Dos soledades en una carne sola.

Ellos te dieron todo: cuando animal inerme
Te atendieron con leche y con abrigo;
Después, cuando creció tu cuerpo a par del alma,
Con dios y con moral te proveyeron,
Recibiendo deleite tras de azuzarte a veces
Para tu fuerza tierna doblegar a sus leyes.
Te dieron todo, sí: vida que no pedías,
y con ella la muerte de dura compañera.

Pero algo más había, agazapado
Dentro de ti, como alimaña en cueva oscura,
Que no te dieron ellos, y eso eres:
Fuerza de soledad, en ti pensarte vivo,
Ganando tu verdad con tus errores.
Así, tan libremente, el agua brota y corre,
Sin servidumbre de mover batanes,
Irreductible al mar, que es su destino.

Aquel amor de ellos te apresaba
Como prenda medida para otros,
y aquella generosidad, que comprar pretendía
Tu asentimiento a cuanto
No era según el alma tuya.
A odiar entonces aprendiste el amor que no sabe
Arder anónimo sin recompensa alguna.

El tiempo que pasó, desvaneciéndolos
Como burbuja sobre la haz del agua,
Rompió la pobre tiranía que levantaron,
y libre al fin quedaste, a solas con tu vida,
Entre tantos de aquellos que, sin hogar ni gente,
Dueños en vida son del ancho olvido.

Luego con embeleso probando cuanto era
Costumbre suya prohibir en otros
y a cuyo trasgresor la excomunión seguía,
Te acordaste de ellos, sonriendo apenado.
Cómo se engaña el hombre y cuán en vano
Da reglas que prohiben y condenan.
¿Es toda acción humana, como estimas ahora,
Fruto de imitación y de inconsciencia?

Por esta extraña llama hoy trémula en tus manos,
Que aun deseándolo, temes ha de apagarse un día,
Hasta ti trasmitida con la herencia humana
De experiencias inútiles y empresas inestables
Obrando el bien y el mal sin proponérselo,
No prevalezcan las puertas del infierno
Sobre vosotros ni vuestras obras de la carne,
Oh padre taciturno que no le conociste,
Oh madre melancólica que no le comprendiste.

Que a esas sombras remotas no perturbe
En los limbos finales de la nada
Tu memoria como un remordimiento.
Este cónclave fantasmal que los evoca,
Ofreciendo tu sangre tal bebida propicia
Para hacer a los idos visibles un momento,
Perdón y paz os traiga a ti y a ellos.


Luis Cernuda

[Apología de la luz]




Lembras-te, lembras ainda a cena
a que dia após dia assististe paciente
na infância, remota como sonho da madrugada?
O silêncio pesado, as cortinas caídas,
o círculo de luz na toalha, solene
como pano de altar, e à volta sentado
aquele concílio familiar, tão cantado por tantos,
mas não por ti, que tens entranha dura.

À cabeceira o pai adusto,
a mãe caprichosa sentada em frente,
com a mana mais velha impossível e desditada,
e a mais nova mais doce, não mais feliz talvez,
compondo contigo mesmo o lar da família,
a casa familiar, o ninho humano,
inconsistente e rígido, qual vidro
que todos quebram, mas ninguém dobra.

Presidiam mudos, graves, à penumbra,
olhos que não olhavam nos olhos dos outros,
enquanto suas mãos pálidas erguiam como hóstia
um pedaço de pão, um fruto, um copo de água,
e embora vivos então pressentiste neles,
para lá da carne, o dolente fantasma
que nem com rezas acalma nunca
a amargura de viver inutilmente.

Não foi deles a culpa se te fizeram
indiferente num instante de esquecimento,
repetindo apenas um gesto transmitido
por outrem e copiado sem intenção própria,
cujo alcance não atingiam.
Também não foi culpa tua não os ter compreendido,
aliás tiveste a força de ser franco
para com eles e contigo mesmo.

Propuseram-se o durável, como toda a gente,
o que lhes aproveita, embora vejam à volta
que nada lhes aproveita nem dura,
que nada é deles, nem esse gole de água
que os refresca no Verão,
nem a chama que no Inverno lhes aquece as mãos,
nem o corpo que penetram com o desejo,
duas solidões numa carne só.

Deram-te tudo, eles: quando animal inerme
acudiram-te com leite e abrigo;
depois, ao crescer-te o corpo a par da alma,
proveram-te com a moral e com deus,
picando-te às vezes para te dobrar às suas leis.
Deram-te tudo, sim: vida, que não pediste,
e com ela a dura companhia da morte.

Mas algo mais havia, oculto
dentro de ti, como bicho em sua cova,
isso que tu és e que não foi dado por eles:
força de solidão, pensar-te vivo em ti mesmo,
atingindo a verdade à força do erro.
Assim, livremente, a água brota e corre
para o seu destino no mar,
sem a servidão de mover moinhos.

Aquele amor deles prendia-te
como presa pensada para outros,
assim como a generosidade, que pretendia comprar
o teu assentimento a tudo o que não era do teu feitio.
Aprendeste então a odiar o amor que não sabe
arder anónimo sem qualquer recompensa.

O tempo corrido, desfazendo-os
como borbulha à tona de água,
rasgou a pobre tirania que ergueram,
ficando tu livre por fim, a sós com a vida,
em meio de tantos que, sem lar, sem ninguém,
são donos em vida do largo esquecimento.

Depois experimentaste quanto eles proibiam
sob pena de excomunhão,
lembrando-os, porém, com um sorriso de pena.
Como o homem se engana, editando em vão
regras que proíbem e condenam.
Será a acção humana, como agora pensas,
fruto de imitação e de inconsciência?

Põe esta chama trémula nas tuas mãos,
que temes, embora desejes, que um dia se apague,
legado de experiências inúteis e empresas falhadas,
não prevaleçam as portas do inferno
sobre vós e vossas obras da carne,
ó pai taciturno que o não conheceste,
ó mãe melancólica que o não compreendeste.

Que essas sombras remotas não perturbe
tua memória como remorso
no limbo terminal do nada.
Esta convenção de fantasmas que os evoca,
oferecendo teu sangue como bebida propícia
para fazer presentes aqueles que passaram,
perdão e paz vos traga a ti e a eles.


(Trad. A.M.)

.