CITA
Bien sea en la orilla del río que baja de la cordillera
golpeando sus aguas contra troncos y metales dormidos,
en el primer puente que lo cruza y que atraviesa el tren
en un estruendo que se confunde con el de las aguas;
allí, bajo la plancha de cemento,
con sus telarañas y sus grietas
donde moran grandes insectos y duermen los murciélagos;
allí, junto a la fresca espuma que salta contra las piedras;
allí bien pudiera ser.
O tal vez en un cuarto de hotel,
en una ciudad adonde acuden los tratantes de ganado,
los comerciantes en mieles, los tostadores de café.
A la hora de mayor bullicio en las calles,
cuando se encienden las primeras luces
y se abren los burdeles
y de las cantinas sube la algarabía de los tocadiscos,
el chocar de los vasos y el golpe de las bolas de billar;
a esa hora convendría la cita
y tampoco habría esta vez incómodos testigos,
ni gentes de nuestro trato,
ni nada distinto de lo que antes te dije:
una pieza de hotel, con su aroma a jabón barato
y su cama manchada por la cópula urbana
de los ahitos hacendados.
O quizás en el hangar abandonado en la selva,
a donde arribaban los hidroaviones para dejar el correo.
Hay allí un cierto sosiego, un gótico recogimiento
bajo la estructura de vigas metálicas
invadidas por el óxido
y teñidas por un polen color naranja.
Afuera, el lento desorden de la selva,
su espeso aliento recorrido
de pronto por la gritería de los monos
y las bandadas de aves grasientas y rijosas.
Adentro, un aire suave poblado de líquenes
listado por el tañido de las láminas.
También allí la soledad necesaria,
el indispensable desamparo, el acre albedrío.
Otros lugares habría y muy diversas circunstancias;
pero al cabo es en nosotros
donde sucede el encuentro
y de nada sirve prepararlo ni esperarlo.
La muerte bienvenida nos exime de toda vana sorpresa.
Álvaro Mutis
Seja na margem do rio que desce da cordilheira
batendo suas águas contra troncos e metais adormecidos,
na primeira ponte que o comboio atravessa
com um estrondo que se confunde com o da corrente;
ali, sob a placa de cimento,
com suas teias de aranha e suas rachas
onde habitam grandes insectos e dormem os morcegos;
ali, junto da fresca espuma que salta contra as rochas;
bem podia ser ali.
Ou talvez num quarto de hotel,
numa cidade a que acorrem os criadores de gado,
os comerciantes de mel, os torradores de café.
À hora de mais bulício nas ruas,
quando as primeiras luzes se acendem
e abrem os bordéis
e sobe das tabernas a algaravia dos gira-discos,
o toque dos copos e o ruído das bolas de bilhar;
o encontro conviria a essa hora
e desta vez tão pouco haveria testemunhas incómodas,
nem pessoas do nosso trato,
nem nada diferente do que já te disse:
um quarto de hotel, com seu cheiro de sabonete barato
e sua cama manchada pela cópula urbana
dos donos da terra.
Ou talvez no hangar abandonado na selva,
onde arribavam os hidroaviões a deixar o correio.
Há ali um certo sossego, um recolhimento gótico
debaixo da estrutura de vigas metálicas
invadidas pela ferrugem
e tingidas por um pólen cor de laranja.
Fora, a desordem lenta da selva,
seu hálito espesso percorrido
de súbito pela gritaria dos símios
e dos bandos de aves belicosas.
Dentro, um ar suave povoado de líquenes
riscado pelo toque das lâminas.
Ali também a solidão necessária,
o desamparo indispensável, o amargo alvedrio.
Outros lugares haveria e diferentes circunstâncias;
mas ao fim e ao cabo em nós
é que se dá o encontro
e de nada serve prepará-lo ou esperá-lo.
A morte bem-vinda nos exime de toda a vã surpresa.
(Trad. A.M.)
.