12.4.21

Manuel Vilas (Cincinnati)



CINCINNATI



Llegué casi a la medianoche a Cincinnati,
media hora de taxi desde el aeropuerto hasta el hotel,
y las luces de la ciudad al final de la autopista. 

Al día siguiente vi el río Ohio y mi alma se alegró. 

Desde una colina vi el río dividiendo dos Estados,
a un lado Kentucky, al otro Ohio,
con sus puentes, sus barcos, sus camiones,
y abajo, el agua turbia, y los rascacielos de la ciudad. 

Me decía a mí mismo la palabra Cincinnati,
como una oración, como una palabra sagrada
que le robara a la oscuridad un sol merecido. 

Llamé a mi hijo pequeño a España para decirle que estaba aquí,
en esta ciudad y al lado de este río,
y nadie descolgó el teléfono. 

Vi que llevaba cuarenta llamadas realizadas. 

Comí en un restaurante asiático,
comí arroz y un pez de agua dulce,
era un día primaveral, con brisa y luz,
y pensé: ojalá encontrara trabajo aquí,
una casa, una familia, unos hijos, un perro.

Ojalá encontrara aquí un sol merecido.

 Y decía todo el rato Cincinnati,
porque parecía una palabra sanadora,
porque parecía una palabra italiana,
porque parecía la palabra perfecta
para decir adiós a quien fui. 

Después de comer hice la llamada cuarenta y uno. 

Me alojé en el Fairfield, un hotel agradable
en el barrio de la universidad, había gente joven
por las calles, gente alegre, bebiendo cerveza,
di un paseo y otra vez
dije Cincinnati, porque es una fiesta
esa palabra, un desfile de íes que bailan en mi alma. 

Quiero vivir treinta años más, Cincinnati,
quiero llegar a ser octogenario. 

Necesito toda la vida del planeta Tierra.
No puedo morir ahora,
cuando me quedan tantas cosas por hacer. 
Hice otra llamada. 

Hola, hijo, estoy en Cincinnati,
es una ciudad preciosa,
¿qué quieres que te compre, cariño?,
terminé diciéndole a la recepcionista
afroamericana del Fairfield en español,
y ella no entendió ni una palabra,
pero al menos me escuchaba,
y me miró con ojos incrédulos,
pero también apenados. 

Abril del año dos mil dieciocho,
tengo cincuenta y cinco años,
y dije mil veces la palabra Cincinnati.


Manuel Vilas




Cheguei perto da meia-noite a Cincinnati,
meia hora de táxi do aeroporto até ao hotel,
e as luzes da cidade no fim da auto-estrada.

Dia seguinte vi o rio Ohio e a alegria nasceu-me na alma.

De cima de uma colina vi o rio a dividir dois Estados,
de um lado Kentucky, do outro Ohio,
com suas pontes, seus barcos, seus camiões,
e em baixo. a água turva e os arranha-céus da cidade.

Dizia a mim mesmo a palavra Cincinnati,
como uma oração, como palavra sagrada
que roubasse à escuridão um sol merecido.

Liguei para o meu filho pequeno em Espanha a dizer-lhe que estava aqui,
nesta cidade, à beira do rio,
e ninguém atendeu.

Reparei que já levava quarenta chamadas.

Comi num restaurante asiático,
um arroz e peixe de rio,
era um dia de primavera, com brisa e luz,
e pensei: oxalá encontrasse trabalho aqui,
uma casa, família, filhos, um cão.

Oxalá encontrasse aqui um sol merecido.

E dizia Cincinnati a cada instante,
porque me parecia uma palavra milagrosa,
uma palavra italiana,
a palavra perfeita para dizer adeus àquele que fui.

Depois de comer fiz a chamada quarenta e um.

Alojei-me no Fairfield, um hotel agradável
no bairro da universidade, havia gente nova
nas ruas, pessoas alegres a beber cerveja,
dei um passeio e mais uma vez
disse Cincinnati, porque tal palavra é uma festa,
um desfile de is a bailarem na minha alma.

Quero viver trinta anos mais, Cincinnati,
quero chegar a octogenário.

Preciso de toda a vida do planeta Terra.
Não posso morrer agora,
quando me falta fazer tanta coisa.
Fiz outra chamada.

Olá filho, estou em Cincinnati,
é uma cidade fantástica,
o que queres que te compre, querido?
- terminei, em espanhol, virado para a recepcionista do hotel,
uma afro-americana, que não percebeu uma palavra,
mas ao menos escutava-me,
olhando para mim com olhos incrédulos,
mas também compassivos.

Abril, dois mil e dezoito,
tenho cinquenta e cinco anos,
e disse mil vezes a palavra Cincinnati.

(Trad. A.M.)

.