LA PROCESIÓN DEL ENTIERRO en las calles de la ciudad es omi
nosamente patética. Detrás del carro que lleva el cadáver, va el
autobús, o los autobuses negros, con los dolientes, familiares y
amigos. Las dos o tres personas llorosas, a quienes de verdad les
duele, son ultrajadas por los cláxones vecinos, por los gritos de
los voceadores, por las risas de los transeúntes, por la terrible
indiferencia del mundo. La carroza avanza, se detiene, acelera
de nuevo, y uno piensa que hasta los muertos tienen que respe-
tar las señales del tránsito. Es un entierro urbano, decente y expedito.
No tiene la solemnidad ni la ternura del entierro en provincia.
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Una vez vi a un campesino llevando sobre los hombros una caja
pequeña y blanca. Era una niña, tal vez su hija. Detrás de él no iba
nadie, ni siquiera una de esas vecinas que se echan el rebozo
sobre la cara y se ponen serias, como si pensaran en la muerte.
El campesino iba solo, a media calle, apretado el sombrero con una
de las manos sobre la caja blanca. Al llegar al centro de la población
iban cuatro carros detrás de él, cuatro carros de desconocidos
que no se habían atrevido a pasarlo.
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Es claro que no quiero que me entierren. Pero si algún dia ha de
ser, prefiero que me entierren en el sótano de la casa, a ir muerto
por estas calles de Dios sin que nadie se dé cuenta de mí. (…)
Jaime Sabines
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